La insatisfacción democrática, derrota y perforación de la conciencia cívica
- Columnas
- 6 de mayo de 2024
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Por Rogelio Iparraguirre
Para el autor, diputado nacional de UxP, Milei es “la cruel escenificación de una derrota que ya estaba consumada” y convoca a una participación activa.
En las conversaciones que manteníamos con los compañeros de Tandil durante las semanas previas al ballotage, nos repetíamos que lo urgente, por supuesto, era poner todo para garantizar el triunfo electoral pero que, inmediatamente después de ese triunfo (que, por cierto, dábamos casi por seguro) debíamos abocarnos a discutir y trabajar de manera prioritaria para comenzar a revertir la derrota política en la que ya estábamos inmersos hacía tiempo.
El esperado triunfo ya sabemos que no ocurrió, pero la derrota política del pueblo argentino no hizo más que confirmarse y lo hizo de la peor manera: El triunfo de Javier Milei no es más que la cruel escenificación de una derrota que ya estaba consumada, una derrota de la sociedad argentina que se venía cocinando a fuego lento (pero persistente) desde hacía al menos una década, y de la que Milei no fue más que el catalizador.
Me parece importante aclarar que no me refiero al término “política” como a aquello que se circunscribe a un partido político, o a un frente, o a un candidato, sino como el concepto más amplio posible que atraviesa a toda una sociedad y engloba a los aspectos sociales, culturales, económicos y hasta filosóficos y espirituales.
En primer lugar, es importante comprender la diferencia entre derrota electoral y derrota política. Esto nos va a permitir bucear en interpretaciones más hondas y complejas, si asumimos que no siempre una derrota en las urnas es sinónimo de derrota política y viceversa. La derrota de Néstor Kirchner en el 2009 frente a Francisco De Narváez es un claro ejemplo de esto. Incluso, si sirve como aporte para rodear el objeto y mirarlo desde otra perspectiva, podemos afirmar hoy que el triunfo en las elecciones del 2019 de la fórmula Fernández-Fernández de Kirchner frente a Macri-Pichetto es también elocuente, pero en el sentido inverso.
Un triunfo o una derrota política no deben ser vistos solamente como una derrota o un triunfo de una fuerza política o de un frente electoral en las urnas en una elección determinada. A veces, se trata de la cristalización de retrocesos o avances significativos, potentes, cargados de sentido histórico y de posibilidades, tanto objetivas como subjetivas, que anidan en el seno de la propia sociedad y que permiten observar la maduración de determinadas condiciones (sociales, económicas, culturales y, por supuesto, también políticas) necesarias para torcer las correlaciones de fuerzas del conjunto de los actores del poder, en favor o en contra de las mayorías populares y determinantes para iniciar, sostener o profundizar un proceso histórico con perspectiva clara de futuro.
A la derrota electoral de Néstor frente a “alika-alikate” De Narváez le siguió el inicio decidido de una segunda etapa virtuosa del proyecto nacional/popular: Un histórico resurgimiento de la política como ámbito participativo por excelencia para transformar la realidad, con un particular y potente reverdecer de la militancia juvenil que desbordó todas las organizaciones y ámbitos de participación, el que “florezcan mil flores” que vaticinó y alentó Néstor antes de perder su vida. La implementación de la AUH, la recuperación de YPF, el aplastante triunfo en primera vuelta de CFK con el 54% de los votos y los avances y medidas más profundas tomadas durante su segundo mandato. Ahí pudimos ver que aquella derrota en las urnas no significó un retroceso del Movimiento Nacional y de las mayorías, sino un resultado sujeto más a una serie de condicionantes coyunturales que explicaron aquel resultado electoral.
Más fácil por su cercanía en el tiempo es el ejemplo inverso: El triunfo electoral de 2019 ante Macri-Pichetto no significó en sí mismo un triunfo político de las mayorías populares. Los resultados estuvieron y están a la vista. En primerísimo lugar, por el simple pero determinante hecho de que CFK no haya sido la candidata. Porque nunca estuvo claro qué aportaría Alberto Fernández y porque, desde el vamos, quedó en evidencia que no había síntesis política, que aquellos acuerdos necesarios para amalgamar una coalición electoral competitiva carecían de programa y, entre otras cosas, porque con el diario del lunes puede verse que ya en ese momento existía cierta distancia política, social y cultural entre nosotros – nuestra dirigencia pero también nuestra militancia de base – y sectores de nuestro pueblo de a pie que, paulatinamente, habían empezado a quedar fuera de nuestra capacidad de representación, ya hacia el colofón del segundo mandato de Cristina. Un ejemplo fueron (y son) los millones de argentinos del mercado informal de trabajo que, sin dudas, junto con la inflación, son dos de los problemas estructurales sobre los que no hallamos solución de continuidad.
En definitiva, todo lo que tuvo de espectacular el triunfo sobre el macrismo en primera vuelta, lo tuvo también de decepcionante al no encontrar ahí un nuevo piso desde donde hacer pie para proyectar de nuevo un horizonte para el país que comenzara a revertir el “caldo” de la insatisfacción democrática que la propia Cristina advertía como un fenómeno de estos tiempos, incluso antes de componer el Frente de Todos: “el avance de la desigualdad, la carencia de instrumentos por parte de los estados nacionales para dar cuenta de las nuevas realidades y de los nuevos actores sociales, económicos, mediáticos, tecnológicos, etc., etc., estaban poniendo en crisis la Democracia”. “La concentración de la riqueza, el neoliberalismo, el endeudamiento, etc., etc., provoca hoy aquí en nuestro país, pero en el mundo también, lo que se denomina la insatisfacción democrática; la falta de respuesta por parte de los estados nacionales a las distintas demandas de las sociedades”.
La insatisfacción democrática está en el día a día
Creo que es ahí, en el planteo y la advertencia que comienza a hacer Cristina en el Parlamento Europeo en 2017 en torno al concepto de insatisfacción democrática, donde podemos rastrear el origen de esta derrota política de la sociedad argentina. Se trata de un fenómeno de época que se explica por el modo en el que se superponen toda una serie de eventos convergentes en el tiempo y el espacio.
El primero es de índole material, aunque trae aparejadas sus lógicas derivaciones en el modo en el que se construyen las percepciones subjetivas que las personas tienen de sí mismas, su lugar en la comunidad de la que forman parte y de la relación de éstas con las superestructuras institucionales que las contienen. Se trata, en definitiva, de un descontento acumulado, producto del progresivo deterioro de las condiciones de vida de sectores cada vez más amplios de una sociedad que se siente desprotegida y librada a su suerte toda vez que la dirigencia política y el Estado no sólo no brindan soluciones que reviertan ese cuadro, sino que, además, son vistos como impotentes (e incluso indolentes) frente a su desolador panorama. Cuando esta situación se sostiene en el tiempo, y una década en los tiempos que vivimos es toda una vida, se van diluyendo los vínculos coagulantes de esa sociedad para consigo misma y para con las instituciones de la democracia que se erigían hasta entonces como un “supra-valor” común capaz de trascender las diferencias sociales, económicas y políticas, los llamados consensos básicos. Finalmente, la sociedad y el Estado – y la dirigencia que lo encarna – empiezan a convertirse en cuerpos extraños que se repelen y se desconocen entre sí.
“Pero el deterioro de la dimensión material no se agota sólo en el salario o la jubilación y en su transferencia hacia quienes acaparan esa riqueza. También se comprueba en otros circuitos donde discurre la vida de las personas y su relación con las instituciones, donde lo material desborda sobre el carácter moral y espiritual de la sociedad y sus derivaciones no son menos importantes a la hora de configurar ese caldo de la insatisfacción democrática.”
Si hablamos de deterioro de las condiciones de existencia de nuestra sociedad, lo primero que tenemos que poner en superficie es la constante pérdida del poder adquisitivo del conjunto de los trabajadores y los jubilados, frente al sostenido proceso inflacionario en que se ve atrapada la Argentina. Pero no se trata sólo de pérdida del poder adquisitivo de las mayorías, sino de la alevosa transferencia de ingresos del común de los argentinos y argentinas hacia los sectores más concentrados de la economía. Como en toda disputa por la distribución de la riqueza de un país, hay ganadores y hay perdedores. Pero, en nuestro caso, la diferencia entre ambos se ha vuelto verdaderamente obscena frente a lo que eran los parámetros de, al menos, los últimos 70 años.
Más allá del impacto obvio que tiene la pérdida del poder adquisitivo de las mayorías, es su perduración en el tiempo, su capacidad de mantenerse inalterada durante períodos prolongados lo que dispara las condiciones para que prenda la mecha del descontento democrático.
¿Hace cuántos años que el esfuerzo hecho todos los días en el trabajo empezó a convertirse en un esfuerzo en vano? ¿Cuánto tiempo pasó desde que ese sacrificio dejó de ser el medio para crecer y ver a los chicos progresar, de modo de “garantizarles” un futuro mejor? Porque hay que entender que la inflación, cuando se profundiza y se sostiene en el tiempo, no sólo horada el bolsillo del trabajador, sino que, a la larga, termina corroyendo el alma de la comunidad y, como dice García Linera, se borronea el horizonte predictivo, que no es otra cosa que la capacidad de imaginar un mañana, la capacidad imaginada de proponernos cosas a mediano plazo, cosas que muchas veces no suceden, pero guían nuestra acción y nuestro comportamiento.
Pero el deterioro de la dimensión material no se agota sólo en el salario o la jubilación y en su transferencia hacia quienes acaparan esa riqueza. También se comprueba en otros circuitos donde discurre la vida de las personas y su relación con las instituciones, donde lo material desborda sobre el carácter moral y espiritual de la sociedad y sus derivaciones no son menos importantes a la hora de configurar ese caldo de la insatisfacción democrática.
¿Cuánto tiempo hace que un papá o una mamá, cuando su hija vuelve llorando de la parada de colectivo porque le robaron el celular ya ni piensa, ni un segundo siquiera, en ir a la comisaría a radicar la denuncia? Porque ya no creen que sirva de algo, porque se cansaron de creer en la policía y porque saben fehacientemente que no hay justicia para ellos; el Poder Judicial queda en Marte y hasta olvidaron que exista tal “poder”. ¿Cuánto hace que a las familias argentinas les pasa que son las siete, las ocho de la noche y, mientras preparan la cena después de un día de trabajo, miran el mensaje que llegó en el grupo de WhatsApp de la escuela de los nenes y leen: “Mañana no hay clases por paro de auxiliares” por no sé qué cosa que faltó la lavandina y la lista “ultravioleta” de tal sindicato decidió la medida a la que terminan muchas de las veces plegándose una cantidad de docentes que, claramente, desborda la representación del sindicato en cuestión? Y entonces, una vez más, la vida se nos pone patas para arriba y los chicos aprenden cada vez menos. Los chicos, que vale la pena decirlo, son quienes más presente tienen la descomposición del sistema educativo, lo ajenos que le resultan a ese sistema y la falta de herramientas que esa escuela les está brindando para la vida.
¿Cuánto tiempo hace que una persona entra a la guardia de un hospital y no tiene manera de saber si va a estar 40 minutos o 20 horas para ser atendida? ¿Cuánto tiempo pasó ya desde que una jubilada no tiene manera, pero ni haciendo magia, de saber hasta que no atraviesa el umbral de la verdulería y se para delante del cajón si el kilo de acelga va a estar a 500 o a 5.000 pesos? ¿Hace cuántos años la vida de casi el 50% de la sociedad transcurre en la más absoluta informalidad, carente de todo registro y, sobre todo, sin los derechos que el Estado promete para todos, pero que terminan siendo efectivos para apenas la mitad? Y entonces ocurre que esta otra mitad comienza a darle forma a la idea de que aquellos pares con recibo de sueldo, aguinaldo, antigüedad, vacaciones y representación sindical son en realidad parte de los “privilegiados” que explican su situación.
Insisto que se trata sólo de algunos ejemplos, pero que tienen el común denominador de abarcar a sectores mayoritarios de nuestro pueblo, de prolongarse en el tiempo y de galvanizar la idea de que no hay solución de continuidad, de modo que la dirigencia política y el propio Estado comienzan a ser vistos como quienes en realidad obturan la salida.
Acá es importante parar la pelota para hacernos una pregunta que nos interpela en la medida que seamos capaces de hacérnosla con verdadera honestidad intelectual: ¿Cuánto hace que no discutimos seriamente o siquiera conversamos sobre esto? ¿Cuándo fue, que recordemos, la última vez que estos aspectos nodales del funcionamiento del Estado, como la educación, el trabajo, la salud o la seguridad y sus evidentes incapacidades ocuparon realmente la centralidad de nuestros debates, reflexiones y programas?
Salvo Cristina, que ya en su segundo mandato como Presidenta advertía la caída de la calidad educativa (cosa que volvió a hacer en su último documento) y que en diciembre de 2020 en el Estadio Único de La Plata planteó con toda claridad, tanto el asunto de la transferencia de ingresos hacia los sectores más concentrados, como la situación de los distintos subsistemas de salud y la necesidad de avanzar en una reforma de fondo, el resto de nosotros – con nosotros me refiero al conjunto del peronismo – no supimos recoger el guante y abocarnos a trabajar, estudiar, problematizar, ni mucho menos a proponer iniciativas que comenzasen a desandar este camino. Lo que ocurrió es que, lenta y silenciosamente, se fue produciendo un desacople entre nuestras agendas para la Argentina y la agenda diaria de los argentinos y argentinas de a pie. Es importante hacernos estas preguntas porque su respuesta nos explica una de las razones por las cuales no lo vimos venir y hoy no salimos de nuestro asombro. Por eso, el drama actual no se explica sólo por una derrota electoral del peronismo ni por la llegada de un personaje propio de Black Mirror a la primera magistratura.
Pero claro que esto no se explica sólo por la caída del poder adquisitivo de las mayorías y la transferencia de esos ingresos hacia sectores minoritarios, ni por las falencias estructurales del Estado, las instituciones y la dirigencia. Sino que, como planteaba al comienzo, se superponen toda una serie de condiciones y eventos sin los cuales el fenómeno de la insatisfacción democrática quedaría inacabadamente explicado.
Solos y solas…pero con miles de seguidores
La abrumadora irrupción de las redes sociales en nuestras vidas y la atomización y fragmentación de las identidades que configuran nuestras comunidades son, en sí mismas, dos asuntos de enorme complejidad que merecen todo un análisis, pero de los que no quiero dejar de mencionar sus consecuencias e impactos en la Democracia como la conocemos y en los consensos que ella trae aparejados.
Las afinidades algorítmicas, con su consecuente reconfiguración de las ideas de “comunidad” y “pertenencia”, están indisolublemente asociadas al escenario de la insatisfacción democrática. Es más, creo que son precisamente el escenario mismo donde transcurre la obra del fracaso del Estado, los partidos, la dirigencia que los encarna y de la Democracia misma. Es decir que, sin el contexto del fenómeno de las redes sociales, no habría texto donde asentar el retroceso de la democracia en sus encarnaciones institucionales. Desde China a los Estados Unidos, pasando por la Unión Europea y Australia, hace ya algunos años que vienen discutiendo, analizando y, lo más importante, tomando medidas en torno a lo que, sin dudarlo, llaman lisa y llanamente una amenaza a la Democracia.
El modo en el que son diseñados los algoritmos por donde fluyen y se ordenan las interacciones en las redes sociales constituyen una red invisible de manipulaciones que reconfiguran la forma mediante la cual se tejen comunidades virtuales de donde emerge un nuevo y potente espíritu gregario, en cuyo seno se reafirman constantemente las nuevas lógicas desde donde se construyen las miradas del mundo, los sentidos que se le dan a las cosas, las percepciones que se tienen de uno mismo y de los demás y, en definitiva, las nuevas identidades de ese mar disperso de individuos profundamente atomizados que parecieran haber perdido la brújula de un destino común. Frente al abandono y la impotencia del estado neoliberal y la pérdida de la capacidad aglutinante de las “viejas” formas de la comunidad, las sociedades encuentran en este universo “igualador” las nuevas redes de inclusión y pertenencia que emergen como medio para evitar la caída en el vacío.
“La posverdad y la irrelevancia de la opinión formada e informada son la característica singular del modo en que fluyen las opiniones y las posiciones de las nuevas comunidades virtuales, donde cada individualidad es validada y reafirmada, no ya por su incorporación relativamente armónica a un espacio social, sino por un sinnúmero de individualidades igualmente aisladas y abúlicas que confluyen en las afinidades algorítmicas de las redes sociales.”
Los espacios tradicionales donde históricamente se construían y se afirmaban las concepciones de comunidad y pertenencia social han sido progresivamente reemplazados por las actuales afinidades algorítmicas con su consecuente manipulación. El barrio, el club, el sindicato, la iglesia, la cooperadora de la escuela y el partido político, por poner sólo algunos ejemplos, poseen una serie de características comunes irremplazables, como el compromiso asumido con otros más allá de las fronteras del hogar, el propio cuerpo como portador de la palabra y la acción (poner el cuerpo) y la “especialización” en los saberes que tal o cual comunidad requiere, conforman los insumos mediante los que se construyen las pertenencias, las identidades y, en definitiva, las comunidades. Pero, además, esos espacios comunes donde se despliega la acción colectiva, son también los “reguladores” de la individualidad de los sujetos que las componen, ya que su carácter social contiene los anticuerpos necesarios para que no sea ni valga todo lo mismo, en tanto lo que cada individuo diga o haga.
Con las redes sociales como “reemplazo” de las comunidades tradicionales, ocurre lo contrario, tal como describió con enorme sarcasmo Humberto Eco en una entrevista inolvidable en el diario italiano La Stampa sobre el fenómeno de las redes sociales titulada “La invasión de los necios”: Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en la taberna después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. El drama de Internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”. La taberna, en la opinión de Humberto Eco, es el equivalente del club, el partido político, la iglesia o el centro de jubilados; espacios sociales que, además de dar cauce a la energía de la comunidad, ecualizan, en cierto modo, el carácter individual de las personas que los conforman.
La posverdad y la irrelevancia de la opinión formada e informada son la característica singular del modo en que fluyen las opiniones y las posiciones de las nuevas comunidades virtuales, donde cada individualidad es validada y reafirmada, no ya por su incorporación relativamente armónica a un espacio social, sino por un sinnúmero de individualidades igualmente aisladas y abúlicas que confluyen en las afinidades algorítmicas de las redes sociales. Lo importante en este punto, entonces, es ponderar correctamente el enorme impacto de la falta de participación, la fragmentación de las identidades colectivas, la abulia y, en definitiva, la soledad relativa en la que coexisten millones de individuos.
Las redes sociales no son “el” problema, sino el desafío de la época para la condición humana. El verdadero problema de nuestra época es la soledad: ella es el sustrato sobre el que la emergencia de las redes sociales adquiere las características actuales y se convierte en parte nodal de la insatisfacción democrática. Estamos asistiendo a la conformación de una sociedad de “solos y solas” profundamente descontentos con el mundo que los precede, a la vez que apáticos con el futuro que los espera.
La gota que colmó el vaso
Al fin creo que la última razón importante que no puede dejar de considerarse en su justa medida, pero sobre la cuál honestamente a esta altura no creo que haya mucho por agregar, es la pandemia.
La pandemia fue, en definitiva, el acelerante de todo lo descrito anteriormente y la que le dio la cocción final al espeso caldo de la insatisfacción democrática. En química, un acelerante son sustancias que pueden unirse, mezclar o alterar otra sustancia y provocar un aumento en la velocidad de un proceso. Y eso fue lo que ocurrió con la pandemia: se unieron una serie de eventos contemporáneos y, al mezclarse, potenciaron las características más negativas de cada uno. No solo las personas aprendimos que de la pandemia no “salimos mejores”, sino que el Estado que sobrevino a la pandemia tampoco mostró signos de mejoría respecto del deterioro que la capacidad de sus funciones venía arrastrando hace años, ni de los proyectos políticos que le dan sentido y profundidad.
La otra sustancia que se mezcló y aceleró el proceso de la insatisfacción fueron las redes y las nuevas tecnologías de la comunicación y sus novedosas interfaces que cayeron con un peso que aturde sobre una sociedad fragmentada y atomizada al extremo. La falta de participación e integración a las comunidades y su consecuente soledad compusieron el “huésped” perfecto para la dimensión más distópica de las redes.
Todo lo descrito hasta acá compone el cúmulo de eventos convergentes que conjugaron las condiciones para la irrupción del descontento democrático que es el marco, creo yo, desde donde debe analizarse el cuadro actual de derrota política de la sociedad argentina. Derrota política que perforó la conciencia cívica de vastos sectores sociales. Esa conciencia perforada es la que explica la aceptación, pasividad o neutralidad de sectores muy amplios de la opinión pública frente a las abominaciones del gobierno de Javier Milei y nuestro asombro en relación a lo mismo. Pero, el hecho mismo de que la insatisfacción democrática haya producido una perforación de la conciencia cívica, también nos dice mucho sobre las razones que hacen que esta crisis sea diferente a las anteriores que nos ha tocado vivir.
Hay crisis…y crisis
“Qué pasa que la cosa no explota?”, “¿por qué la conflictividad social es tan baja?”, “¿hasta dónde da la ´mecha´ de la sociedad?”. Estas preguntas nos hacíamos durante al menos el último año del gobierno de Alberto Fernández y nos las seguimos haciendo con mayor énfasis en estos primeros meses de Javier Milei. Para encontrar una respuesta posible, quiero mencionar tres diferencias claves entre la crisis actual y la última crisis social y económica de magnitud, que fue la del 2001/2002. Me parece importante, porque esas diferencias nos ayudan a dimensionar mejor la derrota política del pueblo argentino, la insatisfacción democrática y la perforación de la conciencia cívica.
La crisis de 2001/2002 tuvo, en función de las diferencias que queremos poner de manifiesto, tres características que sobresalen: a) El detonante fue eminentemente material/patrimonial. Esto es, los efectos del ajuste neoliberal sobre las condiciones de existencia material de los sectores populares (desempleo, pobreza, bajos salarios, etc.) y la confiscación de los ahorros de los sectores medios; b) Lo que la sociedad argentina puso en crisis como responsables de sus padecimientos fue a la dirigencia política, sintetizado esto en el “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”; c) La Democracia, el Estado y los valores esenciales que representaban históricamente en el imaginario de las inmensas mayorías, como la educación pública, la salud pública o el rol del Estado como garante de la justicia distribucionista, no estuvo puesto en discusión en aquel entonces.
En cambio, esta crisis de cocción lenta en la que estamos inmersos tiene características opuestas a aquellas: a) No se agota en la dimensión material/patrimonial, sino que esa dimensión converge con un estado de abulia, fragmentación de identidades, falta de participación y de soledad que encuentra “cobijo” en el territorio de las redes sociales y los nuevos sentidos que en ellas se construyen; b) Ya no son sólo los dirigentes políticos a los que se pone en crisis, sino todo un modo de representación que rebasa ampliamente a la dirigencia. Ya no es sólo una crisis de los representantes, sino que también están en crisis los representados; c) Esta crisis se lleva puestos también a los consensos sociales en torno al rol del Estado, los valores que éste representa en el imaginario extendido de la sociedad y, en definitiva, al Estado mismo, sus instituciones y a la propia Democracia.
Si lo queremos poner en otros términos, para hacer una síntesis de las diferencias entre el 2001/2002 y el 2023/2024, podemos afirmar que la reacción social frente a aquella crisis estuvo marcada por la desesperación, mientras que la crisis actual está signada por la desesperanza. El filósofo español Julián Marías Aguilera ponía esa diferencia en estos términos: “mientras que en la desesperación uno concibe que su estado no puede, en rigor, seguir soportándose y que, para bien o para mal, debe hacerse algo al respecto; en la desesperanza cada quien siente que su situación podrá continuar así indefinidamente”.
Frente a esto vale la pena hacer una parada para advertirnos algo: si concluimos que la magnitud del problema nos desborda en tanto espacio político, ya que la derrota de la sociedad argentina trasciende ampliamente nuestra derrota electoral, debiéramos poner la carga en otro lado que no sea la tan mentada y manoseada autocrítica. Lo que de verdad nos urge es la construcción de una verdadera crítica al cuadro de situación de la sociedad de la que somos parte. Esto no quiere decir que nos excluyamos de esa crítica que, qué duda cabe, debe incluirnos, sino construir una crítica en el sentido que las ciencias sociales le han dado al término. Pero, además, como no se trata de una derrota de un sector o un frente político sino de toda la sociedad, insistir en la idea de la autocrítica como la “llave” para salir adelante nos daría una centralidad que, verdaderamente, hoy no tenemos. Aceptémoslo, la sociedad argentina hoy no está pendiente de nuestra autocrítica ni de qué tan sagaces o impiadosos seamos en ese ejercicio.
Poner en marcha el futuro
Hay un horizonte por iluminar, hay un camino por construir, desde luego. Lo que tal vez resulte más difícil para emprender ese camino es aventurarnos en el desafío de comprender que esta vez no depende sólo de nuestra capacidad para ser mejores en tanto fuerza política en sí. Claro que no hay margen si no mejoramos al peronismo y a las fuerzas políticas del campo nacional. Nuestra dirigencia, nuestra militancia, nuestros candidatos, nuestros funcionarios, nuestra estrategia, nuestro programa. Todo debe mejorar al calor de esta experiencia y de los vientos de la época de la que somos parte, pero los esfuerzos serán insuficientes si no ponemos en el centro de la escena la derrota de la sociedad argentina. Hay que debatir, estudiar, reflexionar y volver a debatir hasta arribar a la mejor síntesis posible para volver a imantar la brújula, poniendo como norte la recuperación de un destino común como Pueblo.
El futuro es la participación, la palabra del futuro es la participación. Una participación activa y protagónica que se extienda a los más vastos y diversos sectores de nuestra sociedad, que atraviese el conjunto de ámbitos donde se desenvuelve la vida de nuestro pueblo y que tenga a la vuelta a la comunidad como su objetivo central, y que convierta a nuestra sociedad en la verdadera protagonista de los asuntos públicos que hacen a su vida, la de nuestras familias, la de nuestros vecinos, la de nuestros compatriotas. Una participación que impregne de la responsabilidad del autogobierno a las mayorías de nuestra Argentina, que desborde los encuadres político-ideológicos tradicionales y que recupere el encuentro en función de ese destino común con el que tenemos que reencontrarnos.
El club, el barrio, la cooperadora de la escuela, la iglesia, el sindicato, la sociedad de fomento, la cooperativa, el centro de jubilados, la fábrica, la universidad, el hospital, la asociación de profesionales, la cámara de comercio, etc. Pero también el partido político, el Concejo Deliberante, el Municipio, la Justicia, las legislaturas; todo debe volver a recuperar la sustancia y el volumen necesarios. Y eso sólo puede ocurrir desde un reverdecer de la participación que dé cauce a la reconstrucción de las identidades comunes. El sujeto social argentino debe ser reinsertado en la comunidad y, desde ahí, recuperar el vigor del compromiso, la participación y la solidaridad.
El Estado Argentino tiene un rol y una responsabilidad indelegable para llenar el vacío generado en los imaginarios de amplios sectores de nuestra sociedad en relación a su propio rol. Pero esto sólo es posible con la gente adentro, no sólo ya en términos distributivos o materiales, sino como la verdadera protagonista de la construcción de un destino común que es el que, en definitiva, le dará razón de ser al propio Estado, la Democracia y a la Argentina misma.