La ¿parresía? de Milei

La ¿parresía? de Milei

Por Hernán Brienza

¿Hasta cuándo Javier Milei será efectivo en su posicionamiento político? La pregunta no es fácil de contestar porque inciden muchas variables de análisis -el factor político, la crisis económica, la catástrofe social, el humor de las mayorías, la paciencia de los poderes económicos- para acercar una respuesta certera. Pero hay un elemento clave para poder medir los tiempos de la confianza que buena parte de la sociedad depositó en el presidente: su autenticidad ¿En qué momento la figura de Milei dejará de ser recibida por su propia clientela política como “verdadera”? ¿Cuál será el hecho que, finalmente, eche por tierra el personaje no ficcionado tan bien interpretado por el líder de la Libertad Avanza?

La aparición de Milei en el espacio público, por supuesto, no fue unívoca. Mezcla de “primer polizonte en el viaje a venus”, de clown indefenso y divertido, en un principio, devino en una representación caótica de los peores rencores argentinos con un discurso violento y, al mismo tiempo, sazonado por un milenarismo religioso presente en las teologías políticas más peligrosas. Sin embargo, es necesario reconocer que su emergencia no estuvo exenta de varios puntos: 1) empatía con el hastío de las mayorías, 2) crisis de representatividad de las identidades políticas de las últimas décadas, 3) un discurso fuertemente populista de derecha y 4) la anunciación de una “verdad” que quebraba los cristales de las formas consabidas de hacer política que se visualizaron por la sociedad como “relatos” políticos y por lo tanto “mentiras”. 

En este último punto quiero detenerme. Milei emergió como un luminoso fenómeno de la derecha –quizás hoy su estela se esté apagando- destinado a quebrar las continuidades de la historia argentina reciente: a borrar de un plumazo todos los errores que la política había cometido en los últimos cien años, a terminar, con la ayuda de las fuerzas del cielo, con ese mito del “eterno retorno” que nos conduce al fracaso como sociedad y como Estado Nación. 

Hace muchos años, Walter Benjamin, desde otras latitudes, pero ante escenarios políticos superficialmente comparables, se había preocupado por “la quietud” como mal en la modernidad y citando a Auguste Blanqui había definido al infierno como “lo siempre igual” –la cita a los apurones es extraída del fecundo libro de Ricardo Forster La travesía del abismo. Mal y Modernidad en Walter Benjamin-. Y en sus Tesis de filosofía de la historia, el pensador alemán, quien piensa al “progreso como una catástrofe”, sugiere que lo “mesiánico”, con toda su complejidad, puede jugar un rol rupturista respecto de la repetición permanente que ofrece la modernidad. Sin adentrarnos en este debate quiero plantear la posibilidad de lo mesiánico sea visualizado como lo “imprevisible”, lo que rompe el devenir de la historia. Ahora bien, nada dice Benjamin respecto de que esa ruptura sea sí o sí virtuosa. Lo imprevisible también puede ser monstruoso.

Volveré a la condición de imprevisibilidad de Milei y el fenómeno mesiánico, pero quiero agregar a esa imprevisibilidad un texto fundamental de Michel Foucault, acaso su testamento político que fueron las clases de principios de 1983, recogidos en el libro El gobierno de sí y de los otros. En esas clases, el autor de Vigilar y Castigar desarrolla el concepto de “parresía” como herramienta para la acción política fundamental en el espacio público. Parresía significa “decir todo” y dentro del marco teórico de Foucault está vinculada a la intención del sujeto que habla de decir la “verdad”, pero no la verdad científica sino la “verdad” existencial porque lo relevante no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su autenticidad. Un parresista es aquel que tiene el coraje de pensar por sí mismo, más allá de los lugares comunes y de las legitimidades institucionales y cuyo enunciado no es inofensivo para los demás ni para sí mismo: decir esa verdad debe entrañar un gran peligro y se debe estar dispuesto a pagar las consecuencias, por lo tanto, exige un gran coraje de parte de quien asume ese rol.

La parresía no es un discurso estratégico, tiene una pretensión de verdad, debe tener una relación coherente con el emisor, generar un espacio de libertad, guiar a los demás y por lo tanto accionar políticamente. Requiere por parte de quien habla la creencia en la verdad de lo que dice, lo que le expone, es un decir que hace, que pone en peligro el mismo cuerpo en el momento de decir. Foucault pone como ejemplo el del “filósofo que se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable, porque la tiranía es incompatible con la justicia”. Por último, la parresía tiene un requisito determinante: no puede ser dicha desde el poder y desde un lugar de autoridad, el parresista sí o sí debe ser una persona cualquiera pero un “cualquiera” que se anime.

Foucault consideraba que la parresía debía ser el compromiso final de todo hombre valiente frente al “Mal”. La parresía es un acto ético que enfrenta al poder. Pero retomando la idea de la influencia de lo mesiánico en la ruptura de la repetición de la historia podrían ser invitados ambos conceptos a dialogar entre sí: ¿qué puntos de contacto pueden encontrarse entre mesianismo y parresía? ¿Es la acción mesiánica, con su carga profética, en sí misma una acción parresista? Y por supuesto que no es necesaria que esa profecía sea cierta, basta con que sea verdadera para quien la enuncia, por lo tanto, uno podría asegurar que un actor político mesiánico puede llegar a ser un parresista. O lo que es peor, puede ser visualizado por millones de personas como una parresista, como alguien que dice verdades que nadie dice. 

Llegados a este punto, es lógico que pensemos en Milei. Primero para repasar rápidamente si su emergencia en el espacio público funciona como lo imprevisible, si rompe con la inercia política de las últimas décadas y si la construcción de su cada vez más desgatado liderazgo se realizó sobre las bases de un discurso y una anunciación de corte mesiánica. Esto dicho por fuera del análisis estrictamente ideológico y descartando la ruptura como algo positivo sin cuestionamiento. Lo segundo que hay que analizar es si Milei es un parresista. O al menos si es visualizado por una gran parte del electorado como un alguien que dice las verdades que nadie dice (o al menos las que muchos quieren escuchar, aunque no seas ciertas). ¿Milei cree en lo que dice? ¿Milei es el niño –sin razón política- que le dice al rey -el sistema político- que está desnudo? ¿Puede ser considerado un “parresista del mal”, por ejemplo, cuando se reconoce como un topo que viene a destruir al Estado por dentro?

La imagen de Milei se derrumba en las encuestas de imágenes positivas de los líderes políticos. Quizás lo único que lo salva, respecto de su propia clientela, hasta ahora, sea su autenticidad, esa descomposición discursiva y simbólica permanente que chorrea cada vez que habla y se muestra tal cual es en las redes o en las entrevistas qué le hacen. A diferencia de los políticos del PRO y de la LA que lo rodean, que prefieren escudarse siempre en la hipocresía, Milei se empecina en ser un cínico espeluznante.      

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