Hernán Brienza: la libertad de Milei

Hernán Brienza: la libertad de Milei

Columna del historiador y periodista Hernán Brienza sobre el concepto de “libertad” del presidente Javier Milei:

Desde que es famoso, el presidente Javier Milei concluye sus discursos con una proclama que pretende ser su sello distintivo: “Viva la libertad, carajo” es el lema. En el mejor de los casos, lo hace con una sonrisa cómplice, con chispa en los ojos, como quien estuviera diciendo una travesura, una mala palabra, con la frescura de quien toca un timbre y sale corriendo. Pero la mayoría de las veces, escupe esa frase con violencia, con rencor, con resentimiento. Como una amenaza. Alguien podría pensar que cuando la pronuncia enojado esa proclama (¿noble?) se convierte en un imperativo, una orden: “Usted viva la libertad” o podría, también interpretarse como que sea la propia libertad la que tiene la obligación de vivir. Es sabido que uno proclama o reclama aquello que no tiene. Milei no parece ser la excepción a la regla.

La etimología, que siempre ayuda en estas lides, dice que “proclamar” es poner delante de los demás aquello que se pide” o “investir de dignidad a algo o a alguien”. “Reclamar”, en cambio, es “gritar una y otra vez”, por algo nunca concedido, en este caso la libertad. Los primeros versos del himno nacional argentino se inician con la proclamación de la libertad en un grito sagrado que se pronuncia tres veces. Era obvio: era el reclamo de una nación que se estaba construyendo a sí misma y que ansiaba la cualidad primera de un pueblo que quiere emanciparse.

¿Por qué Milei reclama libertad después de más de cuarenta años de democracia ininterrumpida en Argentina? ¿Qué libertad necesita él pero también sus representados, no sólo los grupos económicos sino también los millones de precarizados que se sintieron convocados por ese grito? Es necesario escucharlo atentamente a Milei: ¿Qué demonios internos debe ahuyentar el presidente reclamando libertad a los gritos? ¿en qué cárcel está encerrado? ¿qué claustro lo domina? ¿Su propia dogmática? ¿su rencor? ¿los fantasmas de su pasado? ¿sus traumas familiares? ¿a qué se debe ese permanente desborde emocional del presidente cuando emerge su obsesión por la libertad? ¿de qué anhela ser libre?

Si Milei no fuera presidente estas disquisiciones podrían quedar enmarcadas en el mundo de lo privado y simplemente quedar relegadas a un divertimento donde la dialéctica entre lo que se reclama y lo faltante, lo que se alardea y lo que no se tiene, lo que se desea y lo que aterra configuran sin duda una personalidad novelesca, digna del célebre Ignatius Reilly, protagonista de La conjura de los necios, aunque menos entrañable que la creación de John Kennedy Toole. Pero lo importante no es el cargo que ostenta Milei si no su representatividad. Y en ese ida y vuelta entre el significante vacío –Milei buscando desesperadamente su propia libertad- y sus anhelantes seguidores surgen preguntas para mirarnos como sociedad.

La primera pregunta angustiadora es: ¿por qué millones de argentinos se referencian en alguien que reclama libertad? ¿de qué libertades carecen para sentirse convocados? ¿hay “excesos” de libertades que pueden vaciar de contenidos la misma libertad? ¿hay libertades ajenas que pueden amenazar la libertad de millones de precarizados? Pero hay algo que es aún más preocupante: los sectores hegemónicos en Argentina –los grupos empresarios, los dirigentes políticos del liberalismo conservador, las clases medias blancas, los que siempre detentaron sus libertades, incluso en los tiempos más oscuros de las dictaduras ¿en qué vieron amenazadas sus libertades? ¿en qué se basa esa percepción de peligro? ¿en qué no fueron libres?

En el mundo real, nunca la libertad es la libertad de y para todos. Por lo general, quien reclama libertad lo hace para sí mismo y no para otros. Con ironía lo describía el filósofo francés de la ilustración Voltaire: “Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo”. ¿Por qué razón los integrantes de la elite argentina sintieron que no tenían libertad? ¿qué libertad reclaman?

La respuesta a muchas de esas preguntas la ofrece, una vez más, el filósofo Juan Bautista Alberdi, tan admirado como tan poco leído por Milei. Decía el tucumano, autor de Las bases, El Crimen de la guerra y Grandes y pequeños hombres del río de la Plata, entre otras tantas obras: “Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto, ni conocen. Ser libre, para ellos no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. A fuerza de tomar y amar el gobierno como libertad, no quieren dividirlo, y en toda la participación de él dada a los otros ven un adulterio (…) La libertad de los otros, dicen ellos, es el despotismo; el gobierno es nuestro poder, es la verdadera libertad. Así, esos liberales toman con un candor angelical por libertad lo que no es en realidad sino el despotismo: es decir, la libertad del otro sustituida por la nuestra. El liberalismo, como hábito de respetar el disentimiento de los otros ejercido en nuestra contra, es cosa que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente, es enemigo: la disidencia de opinión, es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”.

Podría pensarse, entonces, con Alberdi, que cuando Milei grita “Viva la libertad, carajo” –un carajo que tiene resonancias muy profundas en la historia argentina “Viva Perón, carajo” o “Montoneros, carajo” por poner sólo algunos ejemplos- no lo hace en tono de reclamación sino de amenaza: “Viva la libertad del otro sustituida por la nuestra”.

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