Milei y la Inteligencia Artificial

Milei y la Inteligencia Artificial

Por Hernán Brienza

Una de las obsesiones del presidente Javier Milei, en los últimos tiempos, es el desarrollo de la industria de la inteligencia artificial en la Argentina. Hace unas semanas atrás anunció que pondrá en marcha una reforma para hacer más “eficiente” el Estado y citó un supuesto “módulo para hacer reforma del Estado con inteligencia artificial” desarrollado por la empresa tecnológica estadounidense Google. “Tuvimos una charla con la gente de Google, ellos tienen de hecho un módulo para hacer reforma del Estado, pero con inteligencia artificial, así es que vamos a estar avanzando en eso”, comentó Milei en una conversación con periodistas en la Casa Rosada (sede del Gobierno). Unas semanas antes, Milei se había juntado –no se sabe con qué grado de seriedad- con la “creme” de las empresas de Silicon Valley: además de Google, se reunió con representantes de Apple, Meta -matriz de Facebook e Instagram- y Open AI, a quienes le ofreció “las enormes posibilidades que brinda una Argentina libertaria” a la industria de la inteligencia artificial.

En virtud de esta nueva forma de pensar la política por parte de Milei, los sectores del amplio espectro de lo nacional y popular deberían reflexionar –para no abrazar una mirada ni apocalíptica ni displicente- a la tecnología y a la digitalización como una de las posibles usinas de minimización de lo “humano” dentro de las relaciones sociales, políticas y económicas. ¿Por qué? Sencillamente porque lo estrictamente humano, su condición, podríamos decir, es el libre albedrío, la posibilidad de decidir en nuestras vidas y en consecuencia, la principal característica de “lo político”, perdón por el tufillo schmidtiano, es la cualidad de decisión, no sólo quién decide sino, también, la posibilidad y capacidad misma de “decidir”. Hay política, conflicto, acción, transformación, etcétera, allí donde alguien decide. Y somos fundamentalmente humanos cuando decidimos.

La dimensión política de este entramado hasta ahora solo aplicado al consumo individual. Imaginemos, que tenemos que votar el domingo próximo. Pensemos ahora, cuáles fueron las noticias que seleccionaron Google y Microsoft para nosotros, qué recibimos en Facebook e Instagram, y sobre todo por Whatsapp de parte de una fuente confiable e inobjetable afectivamente como un amigo, nuestra madre, un primo o una cadena cuyo origen desconocemos. Seguramente, hemos sido guiados por las redes sociales en nuestro humor, nuestras sensaciones, nuestra afectividad, en síntesis: han obtenido nuestra información y al mismo tiempo nos han inoculado datos que, seguramente podamos mediatizar según nuestra ideología, generan un reservorio de cientos de acomodamientos de nuestros valores a un sentido común digitalizado.

Todo esto ya fue analizado, discutido, debatido y denunciado a mitad de la década pasada con el escándalo de la manipulación de las redes para las elecciones del 2015 de Cambridge Analytica a través de Facebook. Lo interesante es que a pesar de haber sido comprobado el desfalco informativo una gran mayoría aún no desertó de las ideas con las que fue llevado a un oasis moral y político inexistente.

Pero ni siquiera la manipulación masiva de la información, cosa que por otro lado ya fue realizado hasta el hartazgo en la emergencia de un nuevo medio de comunicación, pone en riesgo lo intrínsecamente humano de la política. Sin embargo el futuro inmediato tiene un nuevo discurso, una nueva retórica, una nueva metodología que pondrá en jaque a la política y que los políticos deberán estar muy atentos sino quieren ser arrastrados por la ola deshumanizante: la aplicación de la Inteligencia Artificial a la toma de decisiones políticas, es decir, el fin de la política como la conocemos desde la Guerra del Fuego. Enumeremos los peligros:

Primer riesgo: la supuesta utilización de la tecnología como método de democratización directa. Suplantar la representatividad, el análisis, la elaboración que la clase política realiza sobre la legislación –se supone que nuestros legisladores tienen una expertiz en la materia- por la decisión de mayorías que desde la cotidianidad pueden elegir con frivolidad cualquier medida a tomar. Por supuesto que el debate es arduo y contradictorio, pero imaginemos que un hombre o una mujer cualquiera pueda apretar un botón en la puerta del baño y decidir qué hacer con “los negros de mierda”, por ejemplo. Ya bastante marcan la cancha política fantasmagorías como la opinión pública, las encuestas y el veredicto de las redes.

Segundo riesgo: si en la segunda mitad del siglo XX la utopía tecnocrática intentó mediante un lenguaje racionalista, eficientista, poner coto a la ideología, a la libertad política y al accionar del Estado mediante una cientificación del arte de la política empujando a las dirigencias políticas al neoliberalismo, si la quimera de la profesionalización de la política asomó a la balaustrada del fin de la historia condenado a los líderes políticos a poco menos asépticos administradores o ejecutores de políticas diseñadas por centros económicos, la nueva palabra fetiche en los pasillos de los centros de poder mundial es “gobernanza”. Término muy de moda en la Ciencia Política y que es heredera del eficientismo, la tecnocracia, el resultadismo y el diseño de políticas públicas de corte racional con arreglo a fines. Por supuesto que la gobernanza es una herramienta de cálculo útil para medir el impacto de nuestras políticas, pero más cierto aún es que tiene dos derivaciones importantes: a) le quita imprevisibilidad a las decisiones y las acciones políticas y b) es la antesala lujosa de la Inteligencia Artificial en el manejo del Estado y la cosa pública.

Tercer riesgo: imaginemos que una central de inteligencia tiene la capacidad de llevar adelante acciones públicas racionales sin márgenes de error y con altos indicadores de eficacia. Es la utopía más perfecta y acabada que ni siquiera Georg Hegel pudiera nunca haberse imaginado. Sería el verdadero fin de la historia. Nada para objetar, aparentemente. La felicidad al alcance de los pueblos. No más errores políticos, no más corrupción, no más ideologizaciones, no más conflicto. En síntesis: no más política. Y posiblemente, también, el fin de la condición humana. Ya que, como gustaba decir a Hanna Arendt lo estrictamente humano es la acción política. Un mundo perfecto: sin creatividad, sin opciones, sin posibilidades. Sin angustias. El ser humano al servicio de la racionalidad absoluta de la Inteligencia Artificial. La gobernanza, nueva palabra fetiche, es la antesala lujosa de la IA en el manejo del Estado.

Cuarto Riesgo: Pero siempre hay un pero. La Inteligencia Artificial no es neutral. E Instrumentalizada como herramienta posiblemente sea muy útil, pero puesta en el centro de dispositivos de la toma de decisiones es un peligro, incluso de objetivización de una sola forma de ideologización. La instrumentalización más radical y absoluta, por ejemplo, de la Razón Neoliberal. Y, además, como bien explica Éric Sadin, legitimada por una eficiencia arrolladora. Después de todo ¿quién puede estar en contra de GoogleMaps, de Tinder, y de tantas otras aplicaciones que nos mejoran y hacen más dulce nuestra esclavitud al capitalismo tecnofeudal?

La ciencia no ha sido neutral. La tecnocracia tampoco. Tampoco lo será la Inteligencia Artificial. Por supuesto esto parece una nota de ficción política. Si usted es de derecha estará ansioso esperando que por fin llegue a la Argentina esa utopía. Si usted es de izquierda o peronista, leerá con sorna esta nota pensando algo así como “hablale a los del conurbano que se mueren de hambre de Inteligencia Artificial”. Por eso esta nota está dirigida a los políticos de la próxima década. Nada más humano que el error. El error nos salva como especie y justifica y hace más bellos nuestros aciertos. El error supone nuestra libertad. La libertad nos hace humanos, brutales y bellos. Como diría el poeta español Blas de Otero: ángeles fieramente humanos.

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